"¿Quién no habla de un asunto muy importante, muriendo de costumbre y llorando de oído?"

"¿Quién no habla de un asunto muy importante, muriendo de costumbre y llorando de oído?"
S. Choabert

jueves, 26 de septiembre de 2013

Los jueves un relato: Bailar, Amar, Ver, Soñar, Morir



Había momentos que encontraba salida a todo aquella angustia opresiva, donde la desorientación y la frustración de sus deseos se neutralizaban hasta bailar en su cabeza pequeñas esperanzas en las que confiaba por algún tiempo. Otros días solo suspiraba ante la idea de paralizar cada uno de sus órganos vitales hasta dejar de vivir, muriendo en el fondo del mar bajo el ancla de aquellas vivencias pasadas, especialmente dolorosas y traumáticas. Desde la escollera del puerto que veía por la ventana de su habitación, amaba la bravura del océano como la valentía que necesitaba ingerir para aplacar la decepción que se asentó tras un golpe de puntería contra su ánimo. Hacía tiempo que no distinguía su sombra del eclipse de los otros pero esta vez, la ausencia no le atormentaría. Salió temprano del estudio, se dirigió con paso decidido hacia los bloques de hormigón del dique de defensa deteniéndose en el borde frente al fuerte oleaje del mar. El mar salpicó de espuma su cara y camiseta. Para arrojarse solo tenía que dar un pequeño paso adelante, abrir los ojos y dejar la boca muda. Quería observar como todo se movía a su alrededor, instigándole a exhibir su coraje en presencia de la inmensidad del ponto. En su caída, una sandalia se enganchó entre los bloques de hormigón, sus piernas se quebraron como brotes de varas de hierro en la única explosión controlada. No pudo con su amor.
 
Más conmoción en La Plaza del Diamante de Alfredo Cot

domingo, 22 de septiembre de 2013

Práctica


Todos los días circulo lentamente por la calle principal hasta que asoma como una pantalla de fotogramas, un trozo de cielo en el reducido estacionamiento imprescindible que todo conductor necesita para continuar orbitando en torno a planetas humanos. Delante del aparcamiento, siento que colonizo el territorio ante el requisito de poseer un espacio frente a los demás mientras sujeto el volante con fuerza y decisión proyectando dirigir el esfuerzo hacia el interior. Apago el motor y me dejo llevar por el impulso irrefrenable de exigencia de los otros, que una vez saciado abro la puerta con la idea de que se desfigure el miedo hacia ellos. Al salir del coche, la pierna izquierda suelta el lazo que me une con la idiosincrasia del viejo ladrón que atraca un banco frente a su patronato hasta cerrar la puerta y, recorrer a pie la deriva continental del trayecto diario.

 
La página es oscura y la historia es aún más oscura.
Todos tenemos el mismo libro,
idénticamente escrito.
Lo abrimos el día señalado, y comenzamos a leer.

Charles Wright

domingo, 15 de septiembre de 2013

Espíritu sensiblero


El león rampante de su blasón sentimental no miraba de lado, con un solo ojo, a la dirección que se dirigían las varillas de pólvora que las bengalas emocionales lanzaba a su entendimiento. Sin darse cuenta, se había convertido en una de esas mujeres con muchas emociones y pocos sentimientos. Estaba convencida de que todo espíritu sensiblero es aterrador, como son brutales las pequeñas maniobras cotidianas que moderan el abandono o la desesperanza. Ante los demás, escondía celosamente los misterios de sus inquietantes conmociones: bajo temblores que alteraban los circuitos integrados del único soporte, cercano al pantano anímico en el que se reclinaba; en memorias destruidas catastróficamente borrando una pequeña parte de su personalidad; en una sima melancólica causada desde algún recodo de su cerebro; desde una capacidad perversa y calavera incapaz de desprenderse de sus vicios aunque ya no proporcione ningún placer. Sin embargo, había secuencias de lealtad conmovedoras en actos de servicio al funcionar en condiciones normales como cuando un niño cierra los ojos entre temblores y dentera para ejercitarse en el arte de ver lo insoportable. Al fin y al cabo, nadie le enseñó a esconder su rostro, girando la cara contra el muro del desinterés hasta desvivir tranquilamente.


Y en la mesa ya sentados sonreía
Para que no pensáramos que la habíamos perdido.


Yolanda Pantin

lunes, 9 de septiembre de 2013

Últimos días

Mauro Giordano


Aún hoy atascaría tu boca con mi lengua, bloqueando tus palabras como un coche en la nieve o un retal llamativo en el centro de una almazuela mesurada del paño de cocina. Así estrenaría una nueva escritura en tus labios, declamando bajo tus labios diferentes signos convencionales envanecidos por el deseo y tus flexibles ojos crípticos. Todavía marcaría con arañazos tus bordes festoneados hasta tenderte como un mantel sobre la mesa mientras agarro con fuerza el diminuto universo de nadie. Continuarías inclinando tu cabeza frente al amanecer acercándote suavemente como un barco que se desliza por aguas dóciles y complacientes. Hasta esta noche escuchaba el carraspeo color crema que aclaraba tu voz tras los momentos en los que abrazabas la almohada en mi lado de la cama. Incluso hoy, al filtrar los recuerdos acuosos como las barbas que cuelgan de las mandíbulas de algunas ballenas, tus besos y caricias quedan atrapados en esta red que me proporciona lo necesario para resoplar.

martes, 3 de septiembre de 2013

Jardin du Luxembourg


Cerca de la placita que forman la Rue Brea y la Rue Vavin había una reducida cafetería donde un artista callejero tomaba las huellas de manos y pies de todo aquel paseante que estuviera dispuesto a aplastar sus remos en una masa de modelar a fin de conservar un recuerdo de la distinguida ciudad. La mayor alusión vibrante de los meses en que estuve instalada en la Rue d'Assas, retirada del mundo, fue el tiempo que pasé sirviendo cafés, tés y refrescos bajo una copia de La Cosecha de Camille Pissarro. Entre los anuncios clasificados encontré una oferta de camarera en la ciudad de ensueño donde para entrar en aquel cubil con forma de jitanjáfora, había que improvisar unas teas de castaño con dos negruras, una dentro de tu corazón y otra fuera de tu pensamiento. Viví mi época parisina como un paseo por el bulevar de aire donde congenié con la luminosidad de tus graznidos, capaz de clarear el plumaje iridiscente de los cuervos que, entre la vida y la muerte, no sucumbirá a una invasión en el jardín de Luxemburgo.